Cómo acabar de una vez por todas con la cultura

Para acabar con la crítica freudiana

Las listas de Metterling

 

 

 

 

 

 

Por fin, Venal & Sons acaba de publicar el primer volumen tan largamente esperado de las listas de ropa de Metterling (Las listas completas de ropa de Hans Metterling, vol. I: 437 págs., con una introducción de xxxii págs.; índice; 18,75 dólares), con un comentario erudito del conocido estudioso de Metterling, ­Gunther Eisenbud. La decisión de publicar esta obra por separado, antes de que se termine la inmensa oeuvre en cuatro volúmenes, es satisfactoria e inteligente, ya que este libro contumaz y espumean­te dejará de inmediato sin efecto los desagradables rumores ­según los cuales Venal & Sons, después de haber cosechado sustancio­sas ganancias con las novelas, obras de teatro, cuadernos de anotaciones, diarios y cartas de Metterling, sólo procuraba seguir embolsando copiosos beneficios con el mismo material. ¡Cuán errados han estado los propagadores de esos rumores! Por ­cierto, la mismísima primera lista de ropa de Metterling

 

lista n.o 1

6 pares de calzoncillos

4 camisetas

6 pares de calcetines azules

4 camisas azules

2 camisas blancas

6 pañuelos

Sin almidón

 

es la perfecta y casi sublime introducción a este genio problemático, conocido por sus contemporáneos como el «Raro de Praga». Esta primera lista fue garrapateada mientras Metterling escribía Confesiones de un queso monstruoso, obra de sorprendente importancia filosófica en la que demostró no sólo que Kant esta­ba equivocado acerca del universo, sino que tampoco había cobrado nunca un cheque. La repugnancia que sentía Metterling por el almidón es típica de la época, y cuando este paquete de ropa le fue devuelto demasiado rígido, Metterling se puso de mal humor y sufrió un ataque de depresión. Su ama de llaves, Frau Weiser, comunicó a unos amigos que «hace días que Herr Metterling está encerrado en su habitación llorando porque le han almidonado los calzoncillos». Breuer señaló ya en varias ocasio­nes la relación entre los calzoncillos almidonados y la sensación permanente que tenía Metterling de que hablaban de él ­hombres con carrillos (Metterling: Psicosis paranoico-depresiva y las primeras listas, Zeiss Press). Este tema de la incapacidad para seguir instrucciones aparece en la única obra teatral de Metterling, Asma, cuando Needleman lleva por equivocación a Valhalla la pelota de tenis maldita.

El evidente enigma de la segunda lista

 

lista n.o 2

7 pares de calzoncillos

5 camisetas

7 pares de calcetines negros

6 camisas azules

6 pañuelos

Sin almidón

 

radica en los siete pares de calcetines negros, pues hace ya mucho tiempo que es vox populi que Metterling era sumamente proclive al azul. Sin duda, durante años, la mera mención de cualquier otro color lo ponía hecho una furia, y en cierta ocasión dio un empujón a Rilke y lo hizo caer sobre un montón de miel porque el poeta dijo que prefería las mujeres de ojos castaños. Según Anna Freud («Los calcetines de Metterling como expresión de la madre fálica», Journal of Psychoanalysis, nov. 1935), este cambio súbito a ropajes más sombríos está relacionado con la infelicidad que le produjo el «Incidente de Bayreuth». Allí fue donde, durante el primer acto de Tristán, no pudo contener un estornudo e hizo volar el peluquín de uno de los más ricos patrocinadores del teatro. El público se convulsionó, pero Wagner salió en su defensa con el ahora ya clásico comentario: «Todo el mundo estornuda». Para colmo, Cosima Wagner estalló en sollo­zos y acusó a Metterling de sabotear la obra de su marido.

Ya nadie duda de que Metterling se sentía atraído por Cosi­ma Wagner; sabemos que una vez la cogió de la mano en ­Leipzig y cuatro años más tarde, una vez más, en el valle del Rhur. En Danzig, se refirió tangencialmente a la tibia de Cosima ­durante el transcurso de una tormenta y ella decidió que era mejor no volver a verlo nunca más. De regreso a su casa en estado de agotamiento, Metterling escribió Pensamientos de un pollo y dedicó el manuscrito original a los Wagner. Cuando éstos lo utilizaron para calzar la mesa de la cocina, que tenía una pata más corta, Metterling se enfadó y se cambió a calcetines oscuros. Su ama de llaves le rogó que conservara su azul tan amado o que, por lo menos, hiciera un intento con el marrón, pero Metterling la maldijo exclamando: «¡Perra, ¿y por qué no escoceses, eh?!».

En la tercera lista

 

lista n.o 3

6 pañuelos

5 camisetas

8 pares de calcetines

3 sábanas

2 fundas de almohada

 

se menciona por primera vez la ropa de cama: Metterling sentía pasión por la ropa de cama, en especial por las fundas que él y su hermana, cuando eran niños, se ponían sobre la cabeza cuando jugaban a los fantasmas, hasta que un día él se cayó de bruces en una cantera de piedra. A Metterling le gustaba dormir con ropa de cama limpia y lo mismo le sucede a sus perso­najes de ficción. Horst Wasserman, el herrero impotente de File­te de arenque, comete un asesinato por un cambio de sábanas, y Jenny, en El dedo del pastor, está dispuesta a acostarse con Klines­man (a quien odia por haber frotado a su madre con mantequi­lla) «si esto significa dormir entre sábanas suaves». Es una trage­dia el que la lavandería jamás dejara la ropa de cama a satisfacción de Metterling, pero afirmar, como lo ha hecho Pflatz, que su consternación al respecto no le permitió terminar Adónde vas, ­cretino, es absurdo. Metterling se permitía el lujo de enviar a lavar sus sábanas, pero no sentía dependencia por eso.

Lo que impidió a Metterling terminar el libro de poemas tanto tiempo proyectado fue un romance abortado que figura en la «famosa cuarta lista»:

 

lista n.o 4

7 pares de calzoncillos

6 pañuelos

6 camisetas

7 pares de calcetines negros

Sin almidón

Servicio especial en veinticuatro horas

 

En 1884, Metterling conoció a Lou Andreas-Salomé y de pronto nos enteramos de que a partir de entonces exigió que se le lavara la ropa todos los días. En realidad, los presentó Nietz­sche, quien le dijo a Lou que Metterling podía ser un genio o un idiota y que intentara averiguarlo. En aquellos tiempos, el servicio especial en veinticuatro horas se estaba volviendo bastante popular en el Continente, sobre todo entre los intelectuales, y la innovación fue bien recibida por Metterling. Al menos era rápido, y Metterling adoraba la rapidez. Siempre se presentaba a las citas temprano —a veces varios días antes y entonces ­tenían que acomodarlo en el cuarto de huéspedes—. A Lou también le encantaba el envío diario de ropa limpia de la lavandería. Se ponía tan contenta como una niña; a menudo llevaba a pasear a Metterling por el bosque y allí abría el último envío del ­escritor. A ella le encantaban sus camisetas y sus pañuelos, pero más que nada adoraba sus calzoncillos. Escribió a Nietzsche que los calzoncillos de Metterling eran lo más sublime que había encontra­do en su vida, incluyendo Así habló Zaratustra. Nietzsche se ­portó como un caballero al respecto, pero siempre sintió celos de los calzoncillos de Metterling y le contó a sus íntimos que le ­parecían «hegelianos en extremo». Lou Salomé y Metterling se separaron después del Gran Desastre de la Melaza de 1886 y, si bien Metterling perdonó a Lou, ésta siempre dijo de él que «su mente tenía sombras de frenopático».

La quinta lista

 

lista n.o 5

6 camisetas

6 calzoncillos

6 pañuelos

 

confundió siempre a los estudiosos, principalmente por la total ausencia de calcetines. (Por cierto, Thomas Mann, años más ­tarde, se interesó tanto por el problema que escribió toda una obra de teatro sobre el tema: Las calcetas de Moisés que, en un descui­do, se le cayó en un albañal.) ¿Por qué este gigante de la literatura sacó súbitamente los calcetines de su lista semanal? No fue, como afirman algunos estudiosos, una señal de su creciente locu­ra, aun cuando Metterling por aquel entonces había adoptado ciertas extrañas características en su conducta. Por ejemplo, ­creía que lo seguían o que él seguía a otra persona. Contó a unos amigos íntimos algo acerca de una conspiración gubernamental para robarle el mentón; y, en cierta ocasión, durante unas ­vacaciones en Jena, no pudo decir otra cosa que la palabra «berenjena» duran­te cuatro días seguidos. Sin embargo, estos ataques fueron tem­po­ra­les y no explican la desaparición de los calcetines. ­Tampoco lo hace su emulación de Kafka quien, durante un breve periodo de su vida, dejó de llevar calcetines debido a un sentimiento de culpa. Pero Eisenbud nos asegura que Metterling siguió llevando calcetines. ¡Simplemente dejó de enviarlos a la tintorería! ¿Y por qué? Porque, en esa época de su vida, consiguió una ­nueva ama de llaves, Frau Milner, quien consintió en lavarle los calce­tines a mano (gesto que emocionó tanto a Metterling que legó a esa mujer toda su fortuna, que consistía en un sombrero ­negro y un poco de tabaco). Asimismo, ella inspiró el personaje de Hilda en su alegoría cómica El icor de mamá Brandt.

Es obvio que la personalidad de Metterling empezó a fragmen­tarse en 1894, según podemos deducir en parte de la sexta lista:

 

lista n.o 6

25 pañuelos

1 camiseta

5 calzoncillos

1 calcetín

 

Ya no resulta sorprendente que, en aquel periodo, iniciara un análisis con Freud. Lo había conocido años antes en Viena cuando los dos acudieron a la representación de Edipo, ocasión en la que Freud tuvo que ser sacado del teatro presa de un ataque de sudor frío. Las sesiones fueron tormentosas y, si damos crédito a las anotaciones de Freud, el comportamiento de Metterling fue hostil. En cierto momento, amenazó con almidonar la barba de Freud y con frecuencia decía que éste le recordaba a su tintorero. Poco a poco, las extrañas relaciones de ­Metterling con su padre salieron a la palestra. (Los estudiantes de nuestro autor ya se han familiarizado con el padre de Metterling, un pequeño funcionario que a menudo ridiculizaba a Metterling comparándolo con una salchicha.) Freud escribe acerca de un ­sueño clave que le describió Metterling:

 

«Estoy en una cena con unos amigos cuando de pronto ­entra un hombre con un bol de sopa en una traílla. Acusa a mi ropa interior de traición y, cuando una dama me defiende, a ésta se le cae la cabeza. Lo encuentro divertido en el sueño y me río. Pronto todo el mundo se ríe salvo mi tintorero, que parece serio y se queda sentado poniéndose gachas en los oídos. Entra mi padre, recoge la frente de la dama y sale corriendo con ella. ­Corre hasta la plaza pública gritando: “¡Al fin! ¡Al fin! ¡Una frente propia! Ahora no tendré que depender de ese idiota de mi hijo”. Esto me deprime en el sueño y siento la urgente necesidad de besar la ropa del burgomaestre. [En este momento, el paciente se pone a llorar y se olvida del resto del sueño.]».

 

Con los conocimientos adquiridos gracias a este sueño, Freud pudo ayudar a Metterling, y los dos se hicieron bastante ­amigos fuera del psicoanálisis, aunque Freud jamás permitió que Metter­ling se pusiera a sus espaldas.

En el volumen II, se anuncia que Eisenbud se hará cargo de las listas 7-25 que incluyen los años de la «tintorería particular» de Metterling y el patético malentendido con los chinos de la esquina.