Elogio de la irreligión

Prefacio

 

¿Hay alguna razón lógica para creer en Dios? Miles de millones de personas durante miles de años han considerado esta cuestión y, desde luego, el tema no ha dejado de tener relevancia en el mundo de hoy. Los abismos que separan a creyentes literales, creyentes moderados y no creyentes son profundos. Muchos parecen dejarse impresionar por el argumento de que Dios existe tan sólo porque así lo afirma un tomo muy ensalzado supuestamente inspirado por Él. Muchos otros se adhieren con un grado de convicción variable a justificaciones más sofisticadas de la existencia de Dios, mientras que ateos y agnósticos no se sienten persuadidos por ninguno de tales argumentos.

Las cuestiones de la existencia y la fe, si no los argumentos formales mismos, siempre me han intrigado. Recuerdo que de niño le seguía la corriente a mis padres cuando me hablaban de Santa Claus. No quería delatar mi conocimiento de su inexistencia, así que me hacía el crédulo. Mi hermano, tres años menor que yo, era sólo un bebé, así que no era a él a quien yo no quería desilusionar. Mis cálculos cualitativos me habían convencido de que había demasiados niños expectantes en todo el mundo para que el señor Claus pudiera completar su ronda de Nochebuena a tiempo, aunque no hiciera una pausa ni para tomarse un chocolate caliente. Esto puede sonar jactancioso para el autor de un libro titulado El hombre anumérico, pero recuerdo haber hecho cálculos aproximados de «orden de magnitud» que me indicaban que la tarea de Santa Claus era inacabable.

Como he escrito en otra parte, si existe una predisposición innata al materialismo (en el sentido de que «la materia y el movimiento son la base de todo», no en el sentido de «quiero más coches y casas»), entonces sospecho que he nacido con ella. A riesgo de resultar un tanto empalagoso, recuerdo otro indicador temprano de mi psicología adulta. Hacia los diez años de edad, durante una de mis peleas con mi hermano, tuve la revelación de que el material de nuestras dos cabezas no era esencialmente distinto del de la rasposa alfombra en la que yo acababa de dejar parte de la piel de mi codo o el de la silla en la que él acababa de estampar su hombro. La constatación de que en última instancia todo estaba hecho de la misma materia, de que no había una diferencia esencial entre las composiciones materiales de yo mismo y del no yo, fue neta, clara y tonificante.

Mi materialismo infantil pronto evolucionó hacia un escepticismo adolescente, desdeñoso de los «cuentos de así fue» sin evidencia alguna. A mis ojos, la ausencia de respuesta a la pregunta «¿Qué causó, precedió o creó a Dios?» convertía la existencia de éste en un misterio antecedente innecesario. ¿Por qué introducir una divinidad? ¿Por qué postular una perplejidad añadida, sin contenido explicativo alguno, para explicar nuestro ya más que desconcertante y bello mundo? O, si uno estaba comprometido con dicho misterio innecesario, ¿por qué no introducir aún más antecedentes, como el Creador del Creador, o su Tío Abuelo?