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Retorno
a Terra Incógnita
Mapas
de la realidad
El cuadro de Vermeer de Delft
que acompaña estas líneas nos muestra a un cartógrafo mirando a través de la
ventana de su estudio, levemente inclinado sobre sus mapas mientras sostiene en
la mano derecha un compás. Su mirada parece buscar algo a lo lejos, tal vez la
línea del mar en el
horizonte. Su rostro está iluminado por aquella luz única que el maestro
holandés dominó como pocos, y fue pintado hacia 1668, en un momento en el que
la cartografía gozaba de un enorme prestigio y Holanda destacaba en la
ejecución de mapas detallados. El descubrimiento del Nuevo Mundo abrió las
puertas al comercio pero también a la imaginación. No en
vano las páginas de los mapas de aquellas tierras aún inexploradas estaban llenas
de espacios en blanco con el enigmático nombre de «Terra
Incógnita». Aquellos espacios estaban habitados –o así decían los que volvían
de sus confines– por criaturas extraordinarias que
desafiaban la
imaginación. El mundo del siglo xvii
estaba dominado por la geografía, por la distancia y sus esclavitudes. Un viaje
a caballo de Barcelona a Madrid podía durar semanas y cruzar el Atlántico en
barco era una auténtica aventura de la que uno nunca estaba seguro de volver. Barcos
enteros podían desaparecer, tragados por un mar violento plagado de monstruos.
Más allá del límite marcado por los mapas del mundo conocido estaba el telón de las sombras
del que, se decía, ningún ser humano había regresado jamás.
Cuando Vermeer pintó el que se convirtió en uno de sus
más famosos cuadros, el mundo
era un lugar convulso y en cambio permanente. Si pudiéramos viajar en el tiempo
y mirar a través de cualquier ventana de un hogar de la Europa de aquella
época, ¿qué veríamos? Vermeer y sus contemporáneos fueron testigos de cambios
trascendentales en la historia del mundo. Si nos asomáramos a la calle desde
una ventana de Londres, veríamos tal vez una ciudad devastada por el paso de la
peste, que acabó con la vida de la quinta parte de sus habitantes, en el que
fue uno de los últimos golpes después de trescientos años de propagarse de
punta a punta del viejo continente. En aquellos años, las ideas de René
Descartes acerca de la sede del alma se debatían en toda Europa, y el
conocimiento de la naturaleza y del hombre estaba en plena ebullición. La
revolución darwiniana estaba aún muy lejos en el futuro, pero el camino hacia la comprensión
del mundo a
través del método científico se abría paso con rapidez.
Pero detengámonos de nuevo en el cuadro y en su
personaje central. El rostro del cartógrafo ha sido asociado al coetáneo de
Vermeer, el famoso científico Anton van Leeuwenhoek,
a quien debemos la invención del microscopio. Ambos vivían en la ciudad de Delft, en la que habían nacido el mismo año y no es
sorprendente que ambos compartieran intereses comunes en ciencia y arte.
Algunos estudiosos creen que el cuadro fue de hecho un encargo del mismo Leeuwenhoek. En cualquier caso, sabemos que este último
actuó como ejecutor del testamento de Vermeer. Leeuwenhoek
revolucionó la biología con la introducción del microscopio. Este instrumento
brindaba la posibilidad de observar el
mundo a una escala antes inaccesible, y la visión que ofrecía
era sorprendente. Los organismos vivos se componían de pequeñas unidades
básicas e incluso una gota de agua, aparentemente inerte, estaba llena de
formas de vida nunca vistas hasta entonces. A lo largo de aquellos años Leeuwenhoek descubrió los glóbulos rojos de la sangre, los
capilares y la existencia de las bacterias. Pero lo más importante en esta historia es la
observación de una nueva unidad básica de la vida: la célula. Lo vivo
adquiría así una nueva dimensión: la existencia del mundo celular sugería que,
al igual que los átomos de la materia, la materia viviente también poseía unos
ladrillos mínimos con los que se construían árboles, peces o seres humanos. El estudio de la vida
experimentó un giro de 180 grados y, sin saberlo, Leeuwenhoek
y otros científicos, como Robert Hooke, pusieron las bases para el estudio de la vida a
partir de sus unidades fundamentales. Mediante sus estudios, estos científicos
pusieron en duda la hipótesis reinante sobre la generación espontánea, que
afirmaba que la vida podía aparecer sin más a partir de la materia inerte. Por
ejemplo, las moscas surgían espontáneamente de la carne en descomposición o los
ratones (literalmente) del trigo húmedo. El holandés comprobó por sí mismo que
centenares de pequeños organismos surgían del interior de huevos minúsculos que
escapaban a la percepción del ojo desnudo.