El Surabaya, un
buque de trescientas toneladas, ya viejo, de
Al cumplir diez años, Fintan decidió que no llamaría a su
madre más que por su diminutivo. Se llamaba María Luisa, pero le decían Maou. Era cosa de Fintan; cuando era un bebé no sabía
pronunciar su nombre, y así le había quedado. Tomó a su madre de la mano, la
miró fijamente, estaba decidido: «A partir de hoy te llamaré Maou». Mostraba tal seriedad que ella permaneció un momento
sin responder, luego rompió a reír, uno de esos ataques de risa que le daban
algunas veces y no era capaz de resistir. Fintan se rió también, y así quedó sellado
el acuerdo.
Con
Fintan miraba a su madre, escuchaba con una atención casi
dolorosa todos los ruidos, los chillidos de las gaviotas, sentía el
deslizamiento de las olas que venían a la contra y oponían larga resistencia a
la proa, levantaban el casco a la manera de una respiración.
Era la primera vez. Miraba el rostro de Maou,
a su izquierda, que poco a poco se mudaba en puro perfil frente al brillo del
cielo y el mar. Pensaba que era eso, era la primera vez. Y al mismo tiempo, no
podía entender por qué, se le ponía un nudo en la garganta y el corazón le
palpitaba con más fuerza, y en sus ojos asomaban las lágrimas, porque también era
la última vez. Se iban, ya nada volvería a ser como antes. Al final de la
blanca estela se desvanecía la franja de tierra. El cieno del estuario dio paso
de pronto al azul profundo del mar. Las lenguas de arena erizadas de cañas,
donde las chozas de los pescadores parecían juguetes, y todas esas extrañas
formas de las orillas, torres, balizas, nasas, canteras, blocaos, todo se lo
tragó el movimiento
A proa del buque, el disco solar descendía hacia el
horizonte.
–Ven a ver el rayo verde. –Maou
estrechaba a Fintan contra su pecho, creía sentir las palpitaciones de su
corazón a través del grosor del abrigo. En la cubierta de las primeras, a proa,
la gente aplaudía, se reía por no se sabía qué, Los marineros, de rojo vivo,
corrían entre los pasajeros, trasladaban jarcias, arrumaban el portalón.
Fintan descubría que no estaban solos. Había gente por todas
partes. Iban y venían sin cesar entre la cubierta y los camarotes, con aspecto
atareado. Se asomaban a la baranda, se esforzaban por ver, se interpelaban,
usaban gemelos, catalejos. Llevaban abrigos grises, sombreros, fulares.
Empujaban, hablaban a voces, fumaban cigarrillos libres de impuestos. Fintan
quería ver una vez más el perfil de Maou como una
sombra sobre la luz del cielo. Pero ella también le hablaba, le brillaban los
ojos:
–¿Estás bien? ¿Tienes frío? ¿Quieres
que bajemos al camarote, quieres descansar un poco antes de la cena?
Fintan se aferraba a