Hace veinte años la situación era otra. Me refiero principalmente a los estudios de Literatura Comparada, cuya presentación era y es el propósito de este libro. Pero esa actividad universitaria no se divide fácilmente de otras formas de conocimiento y de investigación literarias y humanísticas. Ni dejan tampoco todas éstas de revelar un estado de cosas más extenso, algo de la atmósfera que respiramos, lo que podríamos llamar sencillamente un desconcierto general. Este desconcierto va de mano con una incertidumbre singular y nueva, que envuelve no ya a algunos colegas sino a muchos conciudadanos conscientes de la evolución, por decirlo así, de los tiempos que corren.
Amigo lector, no pretendo con este breve prólogo ofrecer soluciones, ni
explicaciones suficientes, de este desconcierto tan agudo que tú y yo vivimos.
No soy historiador de la sociedad, ni analista político, ni economista. Son
carencias graves, me dirás. Y es verdad que ellas me obligarán a practicar
cierto comedimiento en lo que te vaya diciendo. Pero los comparatistas somos
ante todo lectores; y la práctica de la literatura acrecienta incomparablemente
la sensibilidad histórica de las personas. Y me comprometo, cuando comente, ahora
mismo, el cambio de aires en la enseñanza de la Literatura Comparada, a no ser
anodino, calificativo que hoy puede aplicarse a tantas cosas, como por ejemplo
a ciertas lecturas de Cervantes. Procuraré, lo que será fácil, no pasarme de
bien educado, no imitar las posturas acomodaticias que tanto se llevan hoy, no
adherirme sin más ni más a la politización y trivialización de la bendita
cultura, y no cultivar la elegancia del no pensar.
Conste de paso, lector, antes de que te me enojes, que «comparatista» y «comparatismo»
son unos tecnicismos feos pero muy útiles, que significan el cultivo de la
Literatura Comparada. Y que ésta es a su vez una etiqueta convencional –y
bastante lamentable, puesto que en todas partes nadie para de comparar–, con
que se designa el conocimiento sistemático y el estudio crítico e histórico de
la literatura en general, a lo largo y a lo ancho de un espacio literario
mundial.
Pues bien, hace veinte años era
posible mirar hacia atrás y otear el desarrollo, desde al menos la segunda guerra
mundial hasta aquel momento, de una disciplina realmente brillante a la sazón y
fecunda. Los orígenes, que resumiré en los capítulos 4 y 5, se situaban a
principios del siglo xix, y a
ellos se debió la naturaleza de este género de investigación intelectual. Pero
los cuarenta años que señalo, de 1945 a 1985, grosso modo, constituyeron una Edad de Oro de la Literatura
Comparada. Los frutos de aquellos años, de aquel gran essor de l'après-guerre, como escribía Pierre Brunel,1* son lo que he querido recoger en
este libro, tipificándolos, caracterizándolos u ordenándolos. El papel de
Norteamérica fue muy relevante, merced a sus propias aptitudes y sobre todo a
la aportación de buen número de europeos de extraordinaria valía, exiliados
tras los golpes de totalitarismo en Europa. Pero Francia seguía siendo el gran
impulsor, el centro y el alma, de la Literatura Comparada, y con ella unos
países cuyas contribuciones fueron decisivas, como Holanda, Suiza, Bélgica,
Alemania, Austria o Checoslovaquia. Al mismo tiempo la actividad y el interés
en este campo eran notables en la Europa oriental. Aludo a estudiosos,
verdaderamente excelentes, de la Unión Soviética, Hungría, Rumania o
Yugoslavia.
En este libro aparecerán las ideas
y las propuestas de comparatistas procedentes de todos estos países, algunos de
los cuales, como ves, lector, han dejado de existir como entidades políticas.
Con ellos dialogaré sin cesar. Y asimismo tendrán su sitio los cultivadores de
los East-West Studies, que aúnan las
investigaciones histórico-críticas de las naciones occidentales y las
asiáticas. La consciencia de lo que vengo diciendo acerca de tan diversos y
remotos espacios no suponía un esfuerzo heroico por parte del autor de estas
páginas. Era entonces el ámbito y el aire en que respirábamos todos, reunidos
fraternalmente, sostenidos por algo que se parecía mucho, quizás demasiado, a
una fe. Pero ¿en qué?, me preguntarás. Te diré que confiábamos en el devenir y
el porvenir de nuestra clase de trabajo. O más generalmente todavía, sentíamos
la fuerza positiva de la temporalidad.
Hoy las contribuciones de la
Europa oriental no muestran la misma vitalidad, no se explica bien por qué, más
allá de que ya no existe para esas naciones la necesidad de escudarse en el
comparatismo –abierto a sus propios escritores– contra el imperialismo cultural
ruso. Y en nuestro entorno occidental son palpables las consecuencias de una
índole de crisis de la que ahora te hablaré con algún detenimiento, lector, si
cabe hacerlo tan deprisa, y que envuelve, ¡nótese bien!, no sólo a los
comparatistas sino a todos quienes se dedican a los estudios literarios y
humanísticos. Vaya por delante que impera una severísima fragmentación en estos
estudios, unida al impacto disolvente de unas tendencias arrolladoras, de carácter
político, social o étnico, y de calidad más que discutible, en Estados Unidos.
Es un tópico por desgracia verdadero que cuando Norteamérica está febril,
Europa se encuentra al borde de la inanición. Sobre todo si las afectadas son
las admirables universidades norteamericanas.
Hoy, contra viento y marea, tenaz
pero debilitada, cercada, rodeada del ámbito no tan histórico como histérico al
que aludo, la Literatura Comparada sigue su camino. Su distribución por el
mundo sigue siendo mudable y sorprendente. Se han publicado libros de
presentación del comparatismo en por ejemplo Nueva Delhi (Dev 1989) y São Paulo
(Nitrini 1997). Son muestras del interés creciente que existe en la India, por
un lado, como también en Taiwán, Hong Kong y China continental y desde hace
tiempo en Japón; y, por otro lado, en Sudamérica, donde es destacado el papel
de Brasil. La bibliografía y las notas que agrego a esta nueva versión traen
considerable información sobre esta actividad en zonas donde el comparatismo es
una innovación y un avance. Pero ¿qué pasa en los centros tradicionales de esta
especialidad, en Europa y Norteamérica, me preguntarás, lector curioso?
Pues sí, a pesar de los pesares,
en medio de tantas ambiciones ruidosas y encontradas, de tanta cacofonía, la
voz de la Literatura Comparada se sigue oyendo en aquellos círculos donde las
actitudes y los valores que expresa son ya una tradición respetada. Pienso en
las grandes universidades norteamericanas, con sus departamentos de Literatura
Comparada, como Yale, Princeton, Chicago, Berkeley o Stanford, en cuyas aulas
acabaron de formarse críticos de la talla de Paul de Man, Edward Said y George
Steiner. En Harvard trabaja con valentía, sabiamente gobernado por William
Todd, un departamento minoritario, pequeño –cierto que nunca fue grande,
tampoco en mis tiempos, los de Harry Levin–, pero que reúne a alumnos muy
buenos; y que sigue poniendo en práctica unos esquemas docentes de probada
eficacia. (En alguna ocasión he tratado de describirlos y explicarlos a mis
colegas españoles, claro que inútilmente.2) En algunos departamentos
nuevos se han introducido designaciones muy sencillas, como el «Literature
Program» de Duke University, en el que hoy profesa Fredric Jameson.
En los países de la Europa
occidental que mencioné antes la turbulencia y el atropello generales no han
obstaculizado la continuidad de unas actividades que, como las de la religión
católica en ciertos lugares, congregan a menos practicantes que antes, pero
evidencian un nivel más alto de calidad. Adviértase que la bestia negra de los
comparatistas, el nacionalismo, conoce cierto relanzamiento en Europa; aludo al
nacionalismo, no de las regiones o de las nacionalidades, sino de las naciones
mismas. Pero en Francia hay casi medio centenar de cátedras de comparatismo.
Menudean las publicaciones valiosas, en torno a la vieja Revue de Littérature Comparée, muy vivaz aún y bien informada.
Pierre Brunel, decano de la institución comparatista, ha multiplicado con un
talento muy suyo durante los últimos años libros –tengo debilidad por L'Imaginaire du secret (1998)–,
diccionarios y otras contribuciones cuya originalidad señala perfectamente la
evolución de la disciplina. Una U.F.R.,
o sea, una unidad de recherches o
investigación, se encuentra en la Sorbona (París III), dedicada a la Littérature Générale et Comparée, y
regida con energía, curiosidad y generosidad de espíritu ejemplares por
Daniel-Henri Pageaux. A lo largo del presente libro, lector, toparás no pocas
veces con estos comparatistas. Y también con los que trabajan en otros espacios
europeos, como Holanda o Italia o Suiza o Alemania, donde también existen las
cátedras pertinentes. En Portugal se introducen revistas y reflexiones nuevas.
La adhesión de Gran Bretaña sigue siendo parcial y reservada. En Oxford ha aparecido
una valiosa presentación del comparatismo (Bassnett 1993), y en esa universidad
George Steiner ha sido objeto del magno homenaje que tan merecido tenía. Pero
por lo general el inglés prefiere seguir bordeando el camino de Europa y
sumarse a las guerras de Estados Unidos, de las que hablaré dentro de un
momento.
En este escenario y desde este
ángulo, el papel de España es una anomalía. ¿Quién te ha dicho, lector, que
España no es diferente?
En nuestro país la Literatura Comparada ha sido absorbida por la Teoría de la Literatura. La historia sería larga de contar y lamentable. Mejor será que no dé nombres y apellidos. Hace unos años unas personalidades relevantes consiguieron que el Ministerio de Educación dotara unas cátedras de «Teoría de la Literatura», que, como se creaban a la sazón muchas universidades nuevas, pronto proliferaron a través del país. Ante semejante crecimiento, a algunos se nos ocurrió que ya era hora de solicitar asimismo la aceptación de la Literatura Comparada como área de conocimiento. La nueva apertura democrática y el nuevo europeísmo al parecer lo exigían. En España –aclaro para el lector extranjero– no pueden dotarse cátedras ni catedráticos si el Ministerio en Madrid no ha aprobado con anterioridad el «área de conocimiento».
* El lector encontrará el texto de las notas
numeradas en el apéndice final de este libro. (N. del E.)