Ante todo, ¿qué es el odio? El odio es una relación virtual con una
persona y con la imagen de esa persona, a la que se desea destruir, por uno
mismo, por otros o por circunstancias tales que deriven en la destrucción que
se anhela (para el caso es igual: el deseo tiene un rango mágico que hace que
se equipare con él cualquier otra fuerza destructiva: otros u otras hacen el
trabajo del odio). El trabajo del odio (es la denominación que utilizo para
describir los procesos diversos de la relación del sujeto que odia con el
objeto odiado) consiste precisamente en toda la serie de secuencias que van
desde el deseo de destrucción a la destrucción en forma de acciones varias,
desde la estrictamente material del objeto hasta la de la imagen, lo que,
usando una terminología antigua, sería la destrucción espiritual, pero que en
realidad es la de su imagen social. El trabajo del odio es bidireccional: va
desde el deseo a la acción, y a la inversa, desde la inhibición de la acción al
mero deseo, así como los posibles sentimientos de culpa que deparan el deseo y
cualquiera de las posibles actuaciones (verbales y extraverbales) conducentes a
la destrucción del objeto odiado. Recuérdese la película de Luís Buñuel, Ensayo para un crimen: Archibaldo de la
Cruz, el protagonista, se limita a desear que la monja muera, una forma
desiderativa de matarla; pero el trabajo de matarla no lo lleva a cabo él, sino
el azar: al no estar el ascensor cuando la puerta se abrió, la monja, que
suponía que estaba, se despeñó por el hueco. Archibaldo, que no era
aristotélico como el juez, sino freudiano sin saberlo, se culpó ante el juez y
pidió para sí mismo su prisión. El juez no lo acepta y le dice: «Don
Archibaldo, el pensamiento no delinque». Pero Archibaldo sabe que el acto
culpable de matar comienza en el deseo de hacerlo. Él es un asesino.
La destrucción, parcial o total, del objeto odiado no siempre (por
fortuna) puede hacerse realidad. Las más de las veces se fantasea que se hace
realidad, y a veces ni eso, porque se trata de apartar la fantasía –la
expresión icónica del deseo– en la medida en que incluso ella misma se
considera reprobable. Esto es interesante para el trabajo del odio: el odio a
determinado objeto se niega muchas veces por parte del sujeto que odia, pero esto
es una falacia: se rechaza odiar por cuestiones de autoestima y también
morales, pero eso no niega, antes al contrario, la existencia del odio, es
decir, del deseo de destrucción del objeto. Ocurre igual que con los
pensamientos obscenos: había que rechazarlos, pero para ello era condición
necesaria que los pensamientos se dieran.
A veces el odio no desaparece pese a haberse hecho realidad la
destrucción del objeto. La imagen del objeto destruido es duradera y sobre ella
se ejerce el trabajo del odio. Hace sesenta años Vallejo Nájera, un psiquiatra
militar, escribió que los rojos no pagaban del todo su culpa por ser fusilados
y estar en el infierno (él lo aseguraba); pedía que los hijos de los mismos
cambiasen su apellido para que el del fusilado desapareciese para siempre de la
faz de España. Esto, que nos parece inusual, es la regla en el denominado «odio
a muerte», que en realidad son odios hasta más
allá de la muerte, como acabo de hacer ver.
Pero, ¿por qué odiamos?
Odiamos a todo objeto que consideramos una amenaza a la integridad de
una parte decisiva de nuestra identidad, es decir, de nuestra estructura como
sujeto. Se incluye aquí, en primer lugar, a uno mismo y luego a todos aquellos
objetos que uno vive como propios: la madre, los hermanos, los hijos, la casa,
la linde, el perro, etcétera. La identidad comprende al sujeto y a lo que es
del sujeto, porque es símbolo del Sujeto. El odio a ese objeto amenazador tiene
carácter de ataque, un ataque que muchas veces no puede llevarse a cabo merced
a que el sujeto que odia no pierde el sentido de la realidad de lo que ni debe
ni tal vez puede hacerse. Pero para el que odia el ideal es acabar con el
objeto odioso, como forma de hacer desaparecer la amenaza. Más económico desde
el punto de vista mental (que incluye el sentido moral) es que el objeto se
acabe, desaparezca por sí solo o por otros. Aristóteles diferenciaba la
agresión que tiene lugar en el odio de la que acaece cuando somos presa de la
cólera o la ira, porque ésta puede coexistir, durante o después de la descarga
colérica e iracunda con la compasión por el objeto. En el odio, no. En el odio
no hay lugar para la compasión: es un proceso de relación con el objeto que
lleva consigo la instancia progresiva a la destrucción del objeto directa o indirectamente,
empírica o virtualmente. Espinoza hablaba de que la compasión es un sentimiento
que anula el odio, como lo saben bien los torturadores, que han de tratar de
prevenirse de la aparición del mínimo sentimiento de piedad.
Ogien, un autor que se ha ocupado recientemente del análisis del odio y
del odiar, ha dado definiciones descriptivas y comportamentales del mismo, en
las cuales no voy a entrar. De ellas, sin embargo, debemos deducir que muchas
veces hemos de inferir que A odia a B por su comportamiento, no porque lo
confiese. Para el análisis del trabajo del odio interesa mucho la consideración
–ya he hecho mención a ello– del carácter evaluativamente negativo (no siempre,
pero sí muchas veces) del odiar y, desde luego, del sujeto que odia. Esto hace
que en la mayoría de las ocasiones no se confiese el odio que se posee hacia
cualquiera que sea el objeto; que el sujeto niegue insistentemente el odio que
le inspira. La razón es que, de confesarlo, se deduciría la situación de
impotencia del que odia ante el objeto odiado.
La singularidad del sentimiento de odio se evidencia si lo comparamos
con otros que también amenazan nuestra integridad, por ejemplo, el miedo. Hay
muchos objetos que, en efecto, nos dan miedo porque constituyen una amenazan
para nuestra integridad física o mental. Perobasta con que nos apartemos de él,
que nos alejemos del contexto en el que aparece dicho objeto, para que la
amenaza cese. Ésa es la función adaptativa, por ejemplo, del miedo. No odiamos
al tigre; le tememos y nos apartamos de él, incluso lo matamos llegado el caso,
pero aun en este caso no calificariamos al tigre de objeto odiado, sino
temible: la prueba es que podemos tener hacia él sentimientos de admiración por
su belleza, su fuerza, su fiereza. Se siente miedo antes de salir a escena ante
la posibilidad de que nuestra imagen se deprecie ante un gran gentío, pero no
se odia al público, antes al contrario, se le ama en la medida en que se le
agradece que acuda a la representación. Los objetos que nos deparan miedo son
amenazadores, pero están aquí, ahí o allí, y por tanto basta con que nos
salgamos de donde el objeto se encuentra o no entremos en el espacio en que
ellos están para que el miedo cese. El
objeto odioso, sin embargo, pertenece a nuestro mundo, hemos de convivir con
él, y la amenaza es constante, lo es incluso con su mera presencia. Nos
agredió y nos agrede en una parte decisiva de nuestra constitución como
sujetos, por ejemplo, nos ha deparado una humillación, o una herida a nuestra
estima, es decir, un atentado narcisista.
Es fundamental esta permanencia y pertenencia a nuestro mundo del objeto
odiado y, por esa razón, el odio hacia él supone una construcción
icónico-desiderativa de expulsión de ese objeto, cuando menos en forma de
fantasía respecto de su expulsión y destrucción. Justamente lo contrario que
ocurre con el objeto amado: no es nuestro, pero mediante el amor hacia él y la
pretensión de que nos ame se monta toda una estrategia con miras a conseguir
que el objeto sea nuestro, lo más nuestro posible. Por eso, el amor aspira a la
posesión –así como suena– del objeto, y todo intento de amar sin que ello
implique poseer introduce racionalidad, algo ajeno al sentimiento amoroso (como
lo es, en otro orden de cosas, el contrato matrimonial, cuando lo único que
debiera regir en la pareja amorosa es el amor que entre ellos exista).
Mientras el objeto odiado esté en nuestro mundo, es decir, se empeñe en
ser objeto «nuestro», y fracase todo intento de ser desalojado, es fuente de un
tremendo y continuado displacer. Cuanto más cerca está de nosotros más se
experimenta la necesidad de su expulsión, más se le rechaza. Lo opuesto,
naturalmente, a lo que ocurre con el objeto amado, que lo anhelamos tan cerca
de nosotros que desearíamos interiorizarlo, hacerlo nuestro, y cuanto más cerca
esté de nosotros tanto mayor placer nos depara.
Odiamos con la pretensión de
que nuestra identidad esté a salvo de aquel objeto que la amenaza. Cuando ese
odio no tiene carácter espasmódico, cuando, por decirlo de algún modo, se trata
de un odio tranquilo, uno se aparta del objeto perturbador, traza sus fronteras
de forma tal que no se inmiscuya en nuestro mundo y se viva sin el objeto. Se
lo odia, pero mientras el objeto odioso no esté presente no perturba, y el odio
se transforma en indiferencia o todo lo más en rechazo. Lo ideal es que se
transforme en indiferente, pero esto no es fácil. Y de no ser así, el ideal
trabajo del odio sería un trabajo de la razón, un odio no pasional, de una
intensidad tal como para que no se le pudiera aplicar el termino de pasión; la
transformación del odio en mera antipatía. De todas formas, si realmente
odiamos a ese objeto entonces no nos basta con el simple rechazo, porque
vivimos bajo la posibilidad amenazadora de que el objeto aparezca en nuestro
mundo.
Pero ¿qué ocurre cuando el objeto odioso está en nuestro mundo y además
es ineliminable, como es el caso del odio entre los miembros de la pareja, o
entre padres e hijos, o entre hermanos? El odio va in crescendo. Se fantasea con su destrucción, o cuando menos con
lograr su alejamiento. El odio parece no tener salida, se acumula más y más y,
en un momento dado, puede llegarse a la destrucción, o al intento de
destrucción, material del objeto, como forma de acabar de una vez con esa
amenaza constante. Ésta es la teleología del odio.
¿Qué ocurre cuando odiamos? ¿Cuál es el trabajo del odio por lo que
respecta al sujeto que odia y en su relación consigo mismo? Aunque no se
reconozca, en un intento de salvaguardar su imagen ante uno mismo, cuando se
odia se muestra ante los demás y ante uno mismo una suerte de impotencia frente
al objeto odiado. En este aspecto, el odio se asemeja a la envidia, que, por el
hecho de experimentarla, el envidioso ostenta su impotencia frente al
envidiado. No se odia a quien se considera inferior: si estorba, se le echa.
Pero nadie realmente inferior es una amenaza. El antisemita, aunque se adorne
con toda suerte de arrogancia y prepotencia, considera al humilde judío más
potente –real o virtualmente– que él. Para el antisemita el judío puede
destruirle, y antes de que le destruya le destruirá él. El norteamericano
racista ha vivido bajo la amenaza de que el negro acabaría con el blanco.
El reconocimiento de la impotencia frente al objeto odiado tiene
necesariamente que traducirse en una inaceptación de sí mismo, cuando menos en
una parte de él, del sujeto, aquella en la que el espejo del objeto odiado
refleja nuestra debilidad. El odio a los demás exige el previo autodesprecio.
Es inimaginable que alguien se acepte a sí mismo sin problema alguno, que asuma
sus propias deficiencias, que se poseen, y que al mismo tiempo odie. ¿Goethe
odiando? Imposible, es una contradicción en los términos. Por el contrario,
¿cómo tolerar que nuestra existencia, material o espiritual, dependa de
alguien? Habría que destruirlo. Ser impotente, más o menos impotente, frente al
objeto no entraña que uno asuma su impotencia. ¿Quién convencería al ario que
en el fondo se vive como inferior al odiado judío? No lo puede aceptar. Para
ello están los sistemas de racionalización mediante los cuales podemos odiar
sin que nos despreciemos a nosotros mismos: un mecanismo de defensa que
constituye la antesala del delirio. Antes que considerarse inferior al judío,
el ario se monta la paranoia: es una defensa, perfectamente racionalizada, como
sistema delirante del tipo de los que los psiquiatras franceses del siglo
pasado llamaban locuras razonantes:
la conspiración judía; una construcción mediante la cual el odio no se basa en
la superioridad del judío sino en sus intenciones destructivas de la cultura
occidental con medidas arteras, etcétera.
El odio se acumula además por la reiterada ineficacia del trabajo del
odio. Pese a nuestros esfuerzos, no conseguimos la destrucción del objeto, ni
tan siquiera logramos alejarlo de nuestro mundo: está ahí, ante nosotros,
cuando no dentro de nosotros. Es la
demostración clara de nuestra impotencia ante o frente al objeto que odiamos, y
lo odiamos más porque, mientras el objeto odiado persista, se constituye, como
he dicho, en espejo de nuestra impotencia (y a la inversa, es la demostración
de la potencia del objeto odiado). El odio persiste, es incurable, aún
destruido el objeto odiado: no puede satisfacer el hecho de saber que para el
logro de nuestra identidad era precisa la destrucción del otro. Una vez
destruido, sigue su sombra: ¿seríamos
el que ahora somos si él viviera, si él estuviera aquí?
El sujeto que odia es impotente, pero no sólo para la destrucción del
objeto sino para subsistir con él.
La paradoja del odio:
el odio, sentimiento patológico
El propósito del odio es, insisto una vez más, la destrucción del objeto
odioso u odiado. Este propósito es, las más de las veces, y por fortuna, algo
que no pasa del ámbito del deseo y de su construcción icónica, la fantasía.
Pero aún así, y como una forma de destrucción menos comprometida, se
exterioriza mediante la palabra, mediante el discurso. No podemos acabar
materialmente con el objeto odiado, pero cuando menos podemos contribuir a su menoscabo
sin que de nuestras acciones se derive un perjuicio para nosotros (tal como el
que implicaría la sospecha ante los demás de nuestra impotencia ante el objeto
odiado). Eso es justamente odiar conservando el sentido de la realidad. La
difamación, la calumnia, la crítica malévola son formas de destrucción relativa
del objeto odiado que se pueden llevar a cabo sin demasiado riesgo ni
desprestigio por parte del que odia. Cuando el odio es tan intenso que se
precisa la destrucción del objeto, hay en mayor o menor medida una pérdida del
sentido de realidad y no se miden las consecuencias: es cierto que se ha
conseguido la destrucción de lo odiado, pero a un precio la mayor parte de las
veces enormemente caro. Lo ideal para el que odia es destruir al objeto odiado
sin perjuicio (físico y psicológico) para él.
Aun así, odiar tiene su precio. El odio constituye el paradigna del
sentimiento al que conviene muy claramente el calificativo de sentimiento patológico. No consigue lo
que se propone: desvincularse del objeto odiado. Por eso el odio es duradero, a
veces imperecedero, incluso transmisible de padres a hijos a través de la
identificación de éstos con aquellos. Odiar tendría sentido si con la
destrucción y la desaparición del objeto quedáramos sosegadamente felices: ésa
es la fantasía del odiador. Pero en la realidad no es así. En primer lugar,
está presente en nosotros, de forma que, como he dicho antes, su imagen pasa a
ser constitutiva de nosotros mismos. No nos podemos liberar de ese sujeto
odioso, que se nos impone insistentemente, obsesivamente. Es más, inlcuso
mediante la destrucción directa o circunstancial, su imagen persiste en
nosotros y no logramos quitárnosla de encima. Entonces, si con odiar se
pretendía hacer desaparecer al objeto de nuestro mundo, no sólo no lo hemos
conseguido sino que, más aún, se ha introducido en nosotros mismos
definitivamente, y de manera espasmódica, reaparece una y otra vez para ocupar
un lugar preeminente en nuestro espacio mental.
Ése es el dinamismo psicológico mediante el cual el sujeto que odia
termina por odiarse a sí mismo más y más, por su impotencia, cada vez más
relevante, ante el objeto que odia, por considerar inútilmente que el objeto
odioso no vale nada y, sin embargo, en la práctica constituirse en el objeto
más importante de su propia vida. Odiar es odiarse, aunque no de la misma
manera que al objeto: el odio a sí mismo tiene más de autodesprecio. Otras
veces, se trata de paliar la irracionalidad del odio racionalizando de forma
tal que se reconozca que «tiene» razones para odiar al objeto. En este caso, el
odio se aproxima al delirio, porque el objeto odiado –a veces ignorante de
serlo– se convierte en objeto persecutorio del que odia, y a partir de ese
momento «tiene motivos», absolutamente infundados, para justificar su odio.
El odio se puede suscitar de dos maneras distintas: una, de modo
espontáneo; otra, inducido. Nadie tiene que enseñarnos a odiar. Si en nosotros
se da esa radical insuficiencia y ante nosotros emerge alguien que amenace con
hacérnosla bien visible, lo odiamos. Si no se dan estas dos circunstancias
básicas, se vive sin que el dinamismo del odio se dispare.
Pero también se aprende a odiar. Odiando como se nos enseña en
determinadas circunstancias, llevamos a cabo ese aprendizaje sentimental,
emocional, que pasa a ser un parte del rito iniciático de incorporación a un
grupo, a un clan. Somos, es decir, sentimos los mismos afectos, de amor y de
odio, que aquellos con los que tratamos de formar una comunidad. Cuando alguien
muestra a otro, de su propio clan, lo que representa ese objeto, amenazador en
el sentido antes explicitado, se le induce a que adopte con él la misma actitud
de odio. Odiar al mismo objeto que odian todos y de la misma manera que todos.
El grupo se consolida cuando todos los componentes viven una amenaza común. El
odio es un excelente nexo entre los miembros de un grupo y, una vez que se odia
como todos los demás, se pasa a ser uno de los fieles. No hace falta remontarse
al odio del cartaginés por el romano. En sociedades por lo demás muy
sofisticadas ocurren cosas de este tipo. Recordemos Por el camino de Swann, de Proust. En el grupo de los Verdurin
bastaba con que alguien no asumiera la repulsión de todos los demás del grupo
al grupo rival o a alguno de sus miembros para que no se le considerara «de los
nuestros». La comunión por el odio.
Por otra parte, esos odios que se transmiten de generación en generación son el
resultado de un aprendizaje, y el odiar, la señal de que se es fiel a los
ancestros; por esta razón, si no se odia como se debiera se transgrede la norma
básica del grupo y el sujeto se convierte en el acto en persona sospechosa de
estar incluso con el objeto, grupo o persona odiadas. Los odios comunes unen
estrechamente, y cuando alguien que odiaba como los demás deja de hacerlo,
inmediatamente se pierde la confianza en él, no es de fiar. En las banderías
políticas se observa esto muy claramente.
Hay personas que no odian, que pueden sentir repulsión, rechazo de forma
muy varia de un objeto, pero no odio, en el sentido de vivir la presencia de
ese objeto repulsivo como un obstáculo insalvable para su supervivencia en el
amplio sentido de la palabra. Son, por fortuna para ellos, tan incapaces de
odiar como de comprender el odio. Como decía Hume, a éstos sería tan difícil
definirles el odio como el término rojo a un ciego.
Ese odio que no precisa ser inducido sino que surge en nuestra
espontánea relación con el otro, el verdaderamente duradero, surge de esa
insufrible insatisfacción de sí mismo, que el objeto odiado nos pone ante
nuestros propios ojos. Nadie feliz, satisfecho de sí, puede odiar, como nadie
que se sienta seguro puede sentir miedo. Muchos odios se curan, o se atenúan
por algún tiempo, cuando el sujeto obtiene un éxito que le confiere plenitud.
Desde la atalaya de la seguridad, de la autosatisfacción se perdona
generosamente a nuestros enemigos, a quienes ahora consideramos en poco, y se
carece, por tanto, de la necesidad de fabricarlos. Nadie feliz es paranoico.
La incurabilidad del odio puede compensarse con lo que se denominó en la
teoría psicoanalítica una formación
reactiva, a saber: si el síntoma es el odio, y el odio se considera
moralmente reprobable, hay que defenderse del odiar y del odiar al objeto. La
formación reactiva constituye en apariencia una buena defensa, puesto que lo
que consigue es una relación con el objeto precisamente de carácter opuesto, un
contrasíntoma, en forma de rasgo de nuestra identidad. Ni (experimento) odio,
ni, por tanto, puedo odiar a ese objeto; es más, lo amo. El escrúpulo ante los
pensamientos que pudieran ser remotamente obscenos, en forma de rigidez moral,
es una formación reactiva, mediante la cual se defiende con creces de la
aparición de esos pensamientos inaceptables. Pero esa rigidez denuncia precisamente aquello de que se defiende.
Tanto más cuanto que la adopción de la actitud exactamente opuesta, como
reactiva a la originaria, como inauténtica, tiene un tanto de simulación más o
menos ostensible. El que se defiende de su odio puede desarrollar el
contrasíntoma del amor a los demás, tanto más formalmente representativo cuanto
más intensa era su necesidad odiar. Pero no deja de ser un amor impuesto, y es
un axioma de la psicología de los sentimientos que éstos se tienen o no se
tienen, pero de ninguna manera porque se
quieran tener o dejar de tener.