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cuando tu tío Jean abrió la puerta del café de
la Estación? ¿Y que entonces los gemelos Juel a los que todo el mundo en el
pueblo llamaba J1 y J2, le cortaron el paso? ¿No has leído el cartel? le dijo
J1, en el cartel decía prohibida la
entrada a los judíos y a los perros. Y entonces J2 cerró la hoja de la
puerta de un puntapié, y tu tío Jean que no se había dado cuenta del peligro
que corría deslizó el pie por el resquicio de la puerta con gesto irreflexivo.
Y a fuerza de darle vueltas, cariño, dijo mi madre, he llegado a la conclusión
de que fue por haber deslizado el pie, con juvenil prontitud, por el resquicio
de la puerta por lo que a tu tío Jean lo condenaron. Ese movimiento de
resistencia ínfima fue lo que impulsó a los gemelos Juel a cometer aquella
barbaridad. Pues en esa época los gemelos Juel no toleraban que nadie les
plantara cara, sus botas aplastaban cualquier intento de resistencia. Desde que
habían desfilado por las calles de Toulouse bajo la mirada de Cheneaux de
Leyritz, del general Schubert en persona, de Bézagu y de todas las
personalidades, los gemelos Juel se creían los amos del pueblo y, como se
creían los amos, los demás les consideraron como tales.
Mamá, por favor, déjalo ya, dije a mi madre
pensando en el agente judicial, al que había dejado plantado en el salón.
Y entonces, prosiguió mamá como si no me
hubiera oído, como si mis palabras nada tuvieran que ver con lo que la ocupaba
por entero, J1 y J2 hicieron retroceder a tu tío hasta la acera y le propinaron
unos golpes en el pecho que le cortaron la respiración, luego le hicieron
retroceder hasta el descampado que había junto a la estación y que con el
tiempo se ha convertido en el aparcamiento que tú conoces. Y es que aquel día,
cariño, los gemelos Juel estaban deseando que pasara algo, aunque no sabían
qué. Querían que algo atroz y definitivo sucediera, algo que los consagrara
ante la Milicia. Llevaban meses esperando el momento de poder distinguirse para
conseguir por fin ingresar en la Franc-Garde. Y es que su sueño secreto consistía
en ingresar en la Franc-Garde y pasear por los Campos Elíseos vestidos de gala
con la insignia de la calavera coronada por dos tibias cruzadas como la que has
podido ver en la valla de la Central. Pero para aspirar a ese ascenso, tenían
que demostrar que eran dignos de él, y para ello los gemelos Juel estaban
dispuestos a hacer lo peor.
Y entonces, dijo mi madre con una voz que
empezaba a alterarse, mi hermano les miró a los ojos con aquella mirada que
tenía, suave como la de una niña, les miró a los ojos con la esperanza de
detener con la sola fuerza de su mirada la concatenación de acciones terribles
que en ellos presentía. Pero sucedió lo contrario. Los gemelos sólo tenían una
idea en la cabeza, doblegar aquella mirada suave y recta como una lanza hasta
quebrarla. Recuerda, cariño, que se incurre en grave peligro cuando se mira a
los malvados a los ojos, pues temen que se descubra en ellos los secretos
atroces de su alma, ajena a cualquier sentimiento de piedad, y el temor de ser
leídos y descifrados devuelve a los malvados a su maldad. No lo olvides.
Mamá, por favor, cálmate, repetí, y de repente
tuve la tentación de meterle un trapo en la boca.
Y entonces, dijo mamá, airada, J1 la emprendió
a puntapiés, empezó a darle repetidamente con las botas en la barriga, unos
golpes que hacían un ruido extraño, y tu tío cayó de espaldas, pero no tenía
aún la premonición de su muerte, Estáis locos, les susurró, No hagáis
chorradas, les dijo. Y mientras trataba de incorporarse, J2 sugirió a J1 En los
huevos, pégale en los huevos, y entonces J1 le dio un patadón entre las piernas
que le arrancó un alarido de dolor. Está cagado de miedo, dijo J1. Se está
meando en los pantalones, dijo J2. Suspendido, dijo J1, y los gemelos se
echaron a reír. Pues tienes que saber, cariño, que los Juel apenas si sabían
escribir su nombre con letra de palo y es probable que a mi hermano, que era
tan brillante en la escuela, le tuvieran bastante envidia; quizá la razón por
la que mi hermano muriera es porque sacaba mejores notas que ellos en lengua y
en geografía, quizá sea así de tonta la cosa, dijo mamá desesperada.
Son chorradas, dije, con el fin de interrumpir
a mi madre, pues me imaginaba al agente judicial de plantón en la sala,
subiéndose por las paredes enfurecido, mirando continuamente la hora y con la
peor disposición hacia nosotras.
Tu tío se quedó quieto como los animales
cuando esperan la muerte, prosiguió mamá con una voz que daba pena. ¿No llamas
a tu mamá?, le dijo J1. ¿No quieres molestarla mientras está follando? ¿Cómo se
llama el gaullista que se cepilla a tu madre? ¿No sabes el nombre del judío que
se la cepilla? ¿Vas a hablar de una vez, cabrón? Pero cuanto más lo pienso,
dijo mamá, más convencida estoy de que los gemelos Juel no estaban apaleando a
tu tío para que confesara, como todos creyeron, sino que por el contrario le
pegaban para destruir dentro de él cualquier posibilidad de hablar, le pegaban
para que callara definitivamente, pues para los gemelos Juel en el momento más
inesperado la palabra de tu tío podía desembocar en algo insólito que quedara
fuera de su alcance, fuera del alcance de sus armas en cualquier caso. El
poderoso, dijo mamá, es aquel que impide que los otros hablen, por el medio que
sea. El poder consiste en cerrarles el pico a los demás, dijo mamá, pero a mí
nadie me hará callar, proclamó levantando la voz, ni Putón ni Darnand ni nadie,
gritó.
Mamá, ¿vas a callar?, le dije, no pude
evitarlo, cierra el pico de una vez. Me estaba empezando a sacar de quicio con
sus lloriqueos. Todo eso es agua pasada. Podrías cambiar el disco de vez en
cuando, le espeté con toda la rabia acumulada en los últimos cinco minutos, qué
digo, en los últimos días, meses, años, con toda la rabia que llevaba
acumulando desde que la soportaba.
Mi hermano se puso en pie muy lentamente y
retrocedió hacia la vía, dijo mi madre con una voz que intentaba reprimir el
grito pero que aún era peor. Entonces J1 lo empujó con toda la fuerza de su
odio y tu tío cayó de espaldas contra el terraplén de herrumbre. Después los
gemelos lo empujaron sobre la vía a puntapiés, y la cabeza de tu tío golpeó
contra el metal de la mordaza, y tu tío, cariño, tu tío, que jamás había
pensado en la muerte hasta ese momento, tu tío de dieciocho años rogó al cielo
para que la muerte llegara deprisa, en aquel momento estaba deseando morir. Y
me pregunto a menudo, cariño, hacia dónde se volvió su pensamiento cuando
comprendió que iba morir. ¿Hacia un arrepentimiento? ¿Hacia un rostro
acariciado antaño? ¿O tal vez ya hacia la inmensidad? Y entonces J1 se abrió la
bragueta y se meó en la cara de tu tío y dijo Es para que te despiertes, y los
dos Juel se echaron a reír. Esas imágenes me matarán, cariño, gritó mamá, me
matarán, gritó.
Mamá, cállate, he dicho que te calles, dije a
mi madre, a sabiendas de que de nada servía repetirle que callara, como tampoco
de nada servía recordarle que habían pasado cincuenta y cuatro años desde la
muerte de su hermano, que era algo que ya no le interesaba a nadie y que tío
Jean para mí no era más que una fotografía marchita que colgaba de la pared del
pasillo y el nombre que le doy a todo lo que me hace daño.
Pues nada podía detener a mi madre cuando
efectuaba la marcha atrás que la catapultaba a su infancia desdichada. Pues mi
madre se podía pasar días enteros llorando como una magdalena, será porque le
gusta, e implorando al cielo para que la escuchara y la consolara. Y es que mi
madre era un caso, el doctor Conque era tajante. El doctor Conque, basándose en
que una emoción normal en el ser humano no tiene por qué durar más de cinco
minutos, diez a lo sumo, el doctor Conque afirmaba, científicamente, que mamá
era un caso.
J2 se arrodilló junto a tu tío mientras hacía
chasquear el percutor de su pistola, y luego le puso la boca del cañón contra
la sien y lenta, amorosamente, le fue girando la cabeza, lenta, amorosamente,
primero hacia un lado, luego hacia el otro, primero hacia un lado, luego hacia
el otro. Y se puso a cantar À genoux nous fîmes le serment, miliciens, de mourir en chantant, s'il
le faut, pour la Nouvelle France…* Y mientras J2 cantaba, J1 aplastó el talón de
su bota contra la sien de tu tío. Y éste perdió el sentido.
Basta, le dije a mi madre, apretando los
dientes, estoy harta de tus historias atroces. Entre la tele y tú, no puedo
más, es demasiado, añadí en tono bajo aunque autoritario, para que no me oyera
el agente judicial al que había dejado tirado en el salón.
Y entonces J1 se puso de pie, dijo mi madre,
se acercó a la alambrada que bordeaba la vía férrea y arrancó un pedazo. Luego
volvió hacia tu tío, le ató las muñecas a una de las vías y el alambre se le
clavó en la piel, mientras J2 le ataba los tobillos a la otra vía. Lo dejaron
allí tirado, como un despojo. Mientras, mi madre, tu abuela, recorría las
calles del pueblo buscándolo, con un presentimiento horrible en el corazón.
¿Por qué no habré muerto yo en su lugar?, dijo mamá, y la voz se le quebró.
Siempre con sus sempiternos lloriqueos, pensé.
Fue el 13 de marzo de 1943.
Fue ayer.
A las ocho de la noche,
dijo mamá, los gemelos Juel regresan al café. Beben. Mucho. Sin sed, pero
beben. Alzan las copas. Brindan. A la salud de Francia. Vacían la copa, de un
trago. Luego dan golpes en el mostrador. Jefe, otra de lo mismo. Dicen que
Lecussan y Marty están con ellos, que trabajan juntos, cogidos de la mano, repiten
varias veces cogidos de la mano, están orgullosos de ello. Nosotros nos
empleamos a fondo, no somos miedicas, no somos como esos pichablandas que no
paran de hablar pero que no hacen nada, échanos otra de lo mismo, jefe.
Nosotros a los rojos nos los cargamos a golpe de pico, no hay vuelta de hoja,
dice J1 a voces, o a golpe de lo que haga falta, dice J2, guasón, hasta que se
desangran como puercos, me cago en diez, dice J1, ahora tenemos un ideal, dice
J2, podemos andar con la cabeza bien alta, dice J1, pero los gemelos están
demasiado borrachos para levantar la cabeza. Hay que defender la patria, dice
J2 alzando la copa, unos cabrones se han cagado en ella. J1 le imita. Brindan.
A la salud de Francia. Por la patria pisoteada. Luego apuran la copa. De un
trago.
Estoy harta, cállate, ordené a mi madre sin
despegar los labios. Tenía el don de sacarme de quicio. Mi madre me miró sin
verme con aquellos ojos de demente que tan bien conocía cuando se ponía a
hablar de su hermano.
Nadie es capaz de explicarse cómo mi madre, tu
abuela, soportó seguir viviendo después de haber descubierto a la mañana
siguiente a tu tío Jean atado en la vía, con los ojos abiertos mirando al
infinito y el cuerpo hecho trizas como el de los de los perros despanzurrados
en el arcén a las autopistas. Ya ves, cariño, lo que me martiriza, es pensar
No quería oír lo que venía a continuación.
Sabía que si la dejaba hablar no iba a tardar en ponerse a gritar. No quería
oírla gritar. Sus gritos me ponían enferma. Le dije ¿vas a cerrar el pico, vas
a cerrar el pico de una vez? Busqué sus medicinas en el caos de su mesilla de
noche. Vertí sus gotas en un vaso. Una dosis triple. Para que se callara.
¡Bebe!, le ordené con la máxima dureza. Era el único medio para obligarla a
callar. Me miró asustada. Farfulló que su madre
Me importa un pito tu madre, duerme.
Y es que mi madre no hace más que dormir. O
que gritar. Es comprensible que la prefiera dormida. Me digo, a veces, que las
dosis de caballo que le doy van a acabar por matarla. Y unas veces me gustaría
que estuviera muerta. Y otras me da pavor. Pero sólo las dosis de caballo
pueden con sus gritos. En cuanto a su locura, resiste lo que le echen. He
acabado por comprender que su locura es más fuerte que las medicinas, más
fuerte que ella misma y más fuerte que la muerte. He llegado a la conclusión de
que no hay somnífero capaz de matar sus recuerdos, de que no hay en el mundo
remedio que pueda apaciguar su dolor. Tanto es así que tengo la sensación de
que, incluso muerta, su dolor, intacto, le sobrevivirá, y eso es precisamente
lo que ella misma dice a veces en su desvarío, dice Moriré llevándome a la
tumba la imagen de mi hermano muerto despedazado sobre la vía del tren en
Venerque y la del mariscal Putón que vi el mismo día en la portada de La Garonne tomando un chocolate junto a
la Mariscala, así como la de Bousquet anunciando a la prensa sus últimas
medidas, y esas imágenes, dice mamá con aquel tono grandilocuente que en ella
aborrezco, esas imágenes contaminarán la Tierra para siempre y pudrirán la vida
de los supervivientes. ¿Comprendes, cariño? Comprendo, mamá, le digo, a ver si
me deja en paz de una vez. Eso es lo que trato de explicarte y que tú no
escuchas, dice mi madre. El 13 de marzo de 1943, cariño, el fundamento de todas
las cosas se desmoronó y la Piedad murió para siempre, dice mi madre, que se
cree, en su desvarío, una pitonisa. A veces la llamo así: la pitia de Créteil.
¿Qué noticia en exclusiva nos va a anunciar hoy la pitia de Créteil?, le digo.
Y ella se muere de risa.
Antes de irme comprobé, para tranquilizarla,
que los postigos estuvieran bien cerrados, registré el armario ropero de arriba
abajo y me puse a cuatro patas para mirar debajo de la cama, donde, cubiertos
de polvo, se amontonaban libros amarillentos y revistas de hacía veinte años,
rogando al cielo que el agente judicial no pudiera verme en esa postura por el
resquicio de la puerta. No hay nadie, duerme, no tienes ningún motivo para
tener miedo, duerme, dije a mi madre. Me suplicó que lo comprobara otra vez.
Con semejantes enemigos, toda precaución es poca. Repetí la maniobra completa
una vez más.
Después mamá se echó en medio de los libros
que se acumulaban entre las sábanas y de unas cuartillas en las que escribía su
vida, con las rodillas encogidas contra el vientre para no molestar a nuestra
gata Camille, que meditaba sobre la cama en posición de esfinge. Colocó
junto a la almohada el portadocumentos que contenía el sumario Bousquet, el
expediente Darnand y sus escritos sobre el mariscal Putón, como ella les
llamaba. La cubrí con la manta, la arropé, sacudí la sábana manchada de tinta
para alisarla.
Duerme.
No me dejes sola, suplicó con cara de pena, y
rompió a llorar.
No llores, le dije malévolamente. Si hay algo
que me repugna en la vida es ver llorar a alguien.
No te vayas, suplicó.
Me mantuve firme y la dejé, no sé si atreverme
a decir, doliente, y tomé la precaución de cerrar la puerta para amortiguar sus
gritos. Y es que mi madre grita incluso cuando duerme. Y sus propios gritos la
despiertan. Y a mí también. Me vuelve loca. Era Jean, me llamaba, gime, le
habían arrancado las piernas y aún así seguía avanzando sin apoyarse en muleta
alguna. ¿Estás ahí, mi Louisiane? Sí, mamá, estoy ahí, no temas. Y luego tarda
horas en convencerse de que efectivamente está en Créteil, en su alcoba, cerca
de mí que soy su hija. Sí, soy yo, mamá, Louisiane, tu hija, le digo, cálmate,
mientras lentamente su habitación, su cuerpo y sus pensamientos se van
reajustando.
Respiré profundamente, como hacía en los
ejercicios de gimnasia en el instituto, inspirad, espirad, inspirad, espirad, y
mientras espiro me digo que me está echando la vida a perder, que me está
fastidiando, luego regresé al salón donde
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el agente judicial estaba anotando
escrupulosamente en su libreta negra: seis sillas de madera desparejadas, con
las patas desportilladas, estilo ninguno, valor ninguno.
Menudo plantón le he dado, señor agente
judicial, dije, le ruego que me disculpe. Me preguntaba si no sería el momento
de ofrecerle algún refresco. Pero recordé que no tenía ninguna bebida que
proponerle salvo agua del grifo. Además se me ocurrió que quizá me estaba
pasando. Como los pobres. Educación sí, obsequiosidad no, decidí.
En eso estaba de mis cogitaciones cuando vi a
mi madre, cuyo comportamiento acataba los imperativos de los buenos modales
sólo episódicamente, cuando vi a mi madre aparecer en el mismo atuendo por
tercera vez: un camisón sucio y su espantosa riñonera colgada de la cintura, y
preguntar a voz en grito, pese a la dosis de tranquilizantes para tumbar un
buey que acababa de ingerir,
¿Es Darnand quien te envía?
El agente judicial no dijo ni palabra. Pero me
sentí horriblemente incómoda. Para parecer buena chica traté de sonreír,
mientras en mi fuero interno rabiaba. La paciencia de ángel que he de tener, dije
zalamera. Dicho esto, me abalancé sobre mi madre. Esbozó un gesto de miedo. Lo
que me produjo una secreta satisfacción. Le cogí la mano y la apreté con
fuerza, mientras le aplicaba una ligera torsión en las falanges. Si no me
sueltas grito, dijo intentando zafarse. La arrastré hacia su alcoba sin aflojar
la presión de mi garra. No opuso resistencia. Al final, siempre acababa
imponiéndome yo.
Ése, a quien tomas por el criado de Darnand,
le susurré con una especie de rabia fría, es el señor Échinard, de profesión
agente judicial, y este agente judicial, articulé lentamente, ha venido para
hacer un inventario de nuestros muebles así como de su contenido, con el fin de
proceder al embargo primero, y al desahucio después; desahucio, articulé
lentamente, así que no es el momento de montarnos tu número de circo.
Dicho esto, le ordené que se vistiera, aunque
no fuera con ropa limpia por lo menos con ropa que no apestara, que dejara
inmediatamente de hacer tonterías y que cerrara el pico herméticamente,
her-mé-ti-ca-men-te, articulé, pues aquel agente judicial tenía nuestro destino
en sus manos y, añadí en voz baja, había que hacer gala de la máxima habilidad.
Con una ligereza que me dejó perpleja, mamá me
replicó que teníamos que soportar aquel acontecimiento con filosofía y sin
cambiar para nada nuestros hábitos. Para sacarme más aún de mis casillas, Creo,
dijo, que otorgas demasiada importancia a todas esas historias de embargo. No
mancilles tu espíritu con esas cosas, dejó dicho Séneca, dijo mamá, te demostraré
hasta la saciedad que un carácter generoso se acartona y se debilita cuando se
ve sometido a semejantes sordideces. Por lo que a mí respecta, no tengo tiempo
para perderlo con esas chorradas, añadió para acabar de sacarme de quicio.
Dicho esto, se dio media vuelta, avanzó con resolución hacia la puerta, miró al
agente judicial de arriba abajo
¿Es Darnand quien te manda?
La situación me pareció algo comprometida. Si
se hubiera propuesto desbaratar todas mis estrategias, mi madre no lo habría
hecho mejor. Muérete, vieja chiflada, bramé para mis adentros. Su
comportamiento me sacaba de quicio hasta lo indecible. Pero yo la esperaba a la
vuelta de la esquina. Me prometí que, en cuanto el agente judicial se hubiera
ido, la atacaría de frente y le recordaría mis estancias en las familias de
acogida donde fui a parar en múltiples ocasiones como pago por sus flaquezas.
Hasta hacerla llorar a moco tendido. Y que me pidiera perdón.
Señor agente judicial, me disculpé poniendo la
cara de aflicción que las circunstancias requerían, no se tome usted a mal las
palabras de mi madre, pues se le han cruzado los, pues presenta, como puede
ver, un cuadro de ligero desarreglo mental. Mi madre, que ha sufrido mucho,
vive el pasado y el presente de forma sincrónica, pues el dolor posee la
insólita virtud, dije yo metafísica hasta la médula, de abolir el tiempo o de
desordenarlo, dependiendo de los casos. Su espíritu atemporal efectúa un
incesante vaivén entre el año 1943 y el actual, sin el menor respeto por la
cronología oficial, se trata de un síndrome, según parece, muy difícil de
solucionar. Y eso la induce a continuas y extravagantes equivocaciones. No deja
de establecer parecidos entre los personajes que ve en la televisión y la
pandilla de Putón, como ella la llama, una pandilla de cerdos que provoca
estragos de todo tipo bajo disfraces diversos. Está convencida de que el
Mariscal nos gobierna, es absurdo. Le toma a usted por un emisario de Darnand
¡vaya usted a saber por qué! Sostiene que todos nuestros dirigentes, todos esos
mierdas, proclama, nos ordenan de forma más o menos encubierta que sirvamos a
la familia, al trabajo y a la patria ¿había oído semejante barbaridad? Ya se lo
he dicho, mamá cree que estamos en el año 1943, el año de la muerte de su
hermano, que conmemora en cierto modo cada día, pues a su hermano, señor, lo
asesinan todos los días y todos los días lo sepultan, cada hora que pasa doblan
las campanas por su agonía, y todas nuestras veladas son veladas fúnebres.
Debido a ello, mi madre está constantemente
desfasada, constantemente descentrada y es literalmente anacrónica. Le basta
cualquier excusa para verse proyectada a ese año cuarenta y tres de siniestra
memoria del que sólo a costa de infinitas dificultades, consigue volver. Basta
que salga por la tele un general de uniforme para que de inmediato se ponga a
increparlo y a llamarlo Lammerding. (Basura, grita, asesino, bien merecido
tienes el nombre que llevas! Le basta leer en la pared del edificio de enfrente
el eslogan francia para los franceses
para atravesar de un salto las zonas atascadas de la memoria donde los demás,
habitualmente, suelen empantanarse y aterrizar en pleno congreso del PNF, el
Partido Nacional de Francia. Pero el aterrizaje, señor, no siempre culmina con
éxito. Ocurre a veces que se estrella, el espectáculo no es muy bonito, una
pierna aquí, la otra allá, y el alma, entre ambas, cruelmente dividida.
Cuando trato de comprender a mi madre, señor
agente judicial, me figuro que siente esa extraña sensación que se apodera de
mí cuando, viajando en el tren en el sentido inverso de la marcha, tengo la
impresión de adentrarme a toda velocidad en un futuro que no se encuentra
delante de mí sino detrás y que al mismo tiempo el pasado se abalanza sobre mí
para devorarme, ¿Me sigue? ¿Le parecen claras mis explicaciones? Soy, creo,
lenta de entendederas, se me ocurren las respuestas a destiempo. Le ruego que
me disculpe. No paraba de pedir disculpas por todo. Me habría disculpado por
existir, si las circunstancias se hubieran prestado a ello. Como los pobres.
Que piden perdón constantemente, es horripilante, y se pasan la vida dando las
gracias.
Resumiendo, señor, que mi madre está loca,
concluí.
Sume a lo anterior las penurias, el hastío
atroz, el miedo a todo, y comprenderá sin dificultad nuestra situación. El
agente judicial no parecía comprenderla. Complicada, señor agente judicial,
complicada, es lo mínimo que se puede decir. Si se le ocurre alguna posible
solución a esta pura mier, perdón, a este desbarajuste, exceptuando por
supuesto la revolución internacional, le ruego, amablemente, que me lo
comunique. Me explicaba como un libro abierto.
Respecto a ese Darnand al que mi madre se
refiere continuamente, ¿sabe usted quién era?, pregunté al agente judicial que
en aquel momento estaba examinando el aplique de madera que colgaba de la pared
según se entra a la derecha y que estaba decorado con una inscripción en letras
góticas que decía lo siguiente: si
vienes a mi casa, amigo mío, o llegarás demasiado tarde, o te irás demasiado
pronto. ¿Sabe usted, señor, quién era ese Darnand?