dos poemas sobre la pobreza
i
Hay varios melocotones en su rama,
una longitud de cielo abarca
el sendero de árboles.
La niña hace en el suelo
un dibujo con hierba.
Si se replegasen las nubes, si hubiese
un poco de agua, si se inclinase
algún tronco. No lo parece.
Años más tarde. No, años no.
Fue al caérsele.
ii
Lo mismo es
en una habitación.
Objetos
marcan su ruta.
Habría que
dejar que el sol la inundase.
Eso piensa.
Eso no piensa.
Resol en
las áreas vacías.
Coincidencia. Las mondas del fruto
y todo el
ahínco que pone
para que
no se dispersen
en el
plato.
sin dolor
Los
primeros días
fueron un
poco amargos, me refiero
a que la
sensación se te ponía en la espalda
y se
cumplía el designio.
Era un
dolor como ajeno
un exceso
de intimidad con ella,
un ir y venir
de recuerdos que se tropezaban.
¿Cómo
manifestarlo?
Si andabas
apresurada, la calle no podía,
si por el
rabillo del ojo
entraban
las esquinas adorables
hechas de
cemento, claro, también
de
vidrios, y qué escaparates.
Una hermosa
lata de atún del sur
la
sonrisa de la mujer
del
dibujo, oh, qué momento,
mi madre
poniendo la mesa
había
sacado del cesto cien gramos
de todo
el porvenir que le quedaba.
momento
Raro
apartamiento
donde en
algunos lugares
la
vegetación crece y en otros
es
arrasada por sequías, los wiskies
de los
desenamorados que con letreros
representan
naciones, izan
su
maestría, su palabra de no bienestar
ante una
audiencia
que nadie
ha convocado.
Se deja
poso de tabaco
cuentas
de restaurantes, mujeres
cuyas
abuelas parecían haberse liberado
del
empaque que ahora
las tiene
secuestradas
en
brillos de hotel. Son algunas.
Paseando,
en un ir y venir
arrastrando
los pies, gozando
de la
música que sale
de las
rendijas
rodeando
las esquinas
en un ir
y venir
canturreando
aquellos
estribillos que nadie
quiere
recordar, leyendo
las
inscripciones de los lugares
que
aunque saqueados
conservan
su magisterio.
Arrastrando
los pies.
asiento 13
Hay que
figurarse una planicie y ahí
colocaremos
la casa, esa que mientras
deducíamos
un no en el aeropuerto
ya estaba
redefiniéndose como objeto
perdido
antes de empezar el vuelo.
De ahí la
fuerza de esa imagen que
recae
sobre los representantes de la pulsión:
tú y yo.
Tú no sé quién eres. Me
acojo a
una sensación y reclino el
respaldo.
La ciudad aparece a través
de
límites
que brilla y parpadea. Al
acercarnos,
no ambos, sino el objeto,
un giro
afortunado me devuelve a las
nubes de
apariencia oscura. Algo ladeadas.
También la
melancolía
de una
tarde en el Atlántico
consagra
el instante
de la
destrucción y la bandeja
que murió
en el suelo
es
recogida por alguien
cuyos
dedos
estaban
encaramados ayer mismo
a esta
vida. ¿Qué sensación es esa?
¿Una
irrupción de dicha?
¿Tú no
sabes que gozar es
la
definición de lo más raro,
de
aquello que produce dolor
tan sólo
al recordarlo?
Hay
momentos que sorprenden
como leer
que el abandono entre dos seres
que
alguna vez se quisieron
obedece a
una ley inmutable
por
agotamiento del tiempo.
Y mientras
te pones crema en la cara
y deduces
que a la estufa de butano
le falta
poco tiempo, un río de coches
te altera
la presión sanguínea
sin salir
de casa.